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sábado, 3 de octubre de 2015

Esta tarde y Carol.

Esta tarde creo que pude ver a Carol. Estaba sentada en la cama, las piernas cruzadas, casi desnuda, agarrándose los pies. Respiraba con la levedad, con el cuidado de quien respira y nota una aguja en el riñón. Carol tenía tanto que pensar. Tenía tanto que pensar, y en cambio. En cambio eludía su consciencia, allá entre las sábanas, entre las sábanas de las nimiedades, de la abstracción. Tenía tanto que pensar, y en cambio. En cambio abría la novela, miraba la hora, pasaba las hojas, la volvía a mirar. Y así las horas, así el reloj, así la tarde y el tiempo, y empezaba a hacer frío pero Carol no quería cerrar la puerta de la terraza porque le hacía bien el viento y el frío, y el olor a otoño y a madera quemada, porque escuchaba a Philip Glass, pero también las campanadas de la iglesia, las persianas que alguien sube, que alguien baja, la vecina que tiende la ropa, un niño que juega en la calle. 

Carol tenía tanto que pensar, en cambio. En cambio prefería no levantarse de la cama, dejar la puerta abierta porque el viento, dejar la puerta abierta porque el ruido y el olor a otoño y las campanadas. Siempre la ventana abierta, siempre el ruido de los coches, de las gentes, el murmullo de las luces, de las calles. Pero por la noche el silencio es insoportable, casi no se puede estar, casi no se puede estar y Carol tenía tanto que pensar pero eludía el silencio, eludía la introspección entre las hojas y el reloj, entre las sábanas en las que, casi desnuda, iba quedándose dormida, y entonces soñaba que la pintaban en un cuadro de Hopper, o de Paul Delvaux. 

Esta tarde creo que pude ver a Carol, pero Carol dice que cree que pudo verme a mí.




Edward Hopper - Morning Sun
Licencia de Creative Commons

María Domínguez del Castillo


martes, 4 de febrero de 2014

Sobre el escritor

El escritor se siente incapaz de conservar lo indigerible en el estómago, el gas hecho plomo en los pulmones, el dolor en la piel y en los huesos, la incapacidad en los labios cerrados. El escritor se siente aterrado a veces, quiere gritar, quiere transcribir las dolencias de su cuerpo en las hojas de papel, y llega un momento en que la tinta que derrama es su sangre derramada. El escritor es, podríamos decir, alguien desequilibrado. Basta con pensar en Virginia Wolf, en Ernest Hemingway (¿Por quién? Por él doblan las campanas...), Ganivet (quiso el río llevarlo, antes que el viento o el tiempo) y Mariano José de Larra, Stefan Zweig y su mujer, Horacio Quiroja...

El escritor está desesperado. La tinta negra del café entra y transpira, calando los folios y las notas. Se sienta en el escritorio, escribe en el suelo, tumbado, frente a la máquina, con un lápiz, una pluma, en medio de la calle de pie, en su libreta, sentado en el banco de un parque, en el baño, en la cocina, en la terraza de un cuarto piso, perdido, en la habitación de un hotel... El escritor necesita viajar. Los viajes son el sedante, la anestesia de su enfermedad, a veces al contrario, el estimulante, el choque frontal, la caída... El viaje le da unas horas en la mesita del tren, en el asiento del avión, mirando por la venta el poema más completo e inalcanzable, su propio poema; el viaje le hace olvidar su ineptitud y su duda, y tras vivir otro mundo, otros versos, otras líneas, su dolor es mayor, mayor su incapacidad, al regresar a su (¿hogar?) pedazo de tierra donde le tocó (¿vivir?) nacer, la ausencia de lo demás es mayor, el poema inalcanzable, más lejano, quimérico. 

El escritor viaja buscando ese poema que vio desde la ventana del avión, poema flotante y vertiginoso. Su poema. El modo de conseguir deshacerse del pensamiento, de la consciencia de lo que para él es la injusticia, la desgracia, la tristeza, algo que le acompaña, la sombra omnipresente, de día, de noche también, sombra más oscura. Escribe, a veces, consigue verter alguna que otra palabra acertada, la acertada para algunos, que se sacian al pasar las páginas, que al menos no se sienten solos en su incapacidad, la incapacidad de los lectores, lectores que buscan en los libros lo que el escritor busca en su tinta. Por eso sigue escribiendo. Escribe, y escribe, y cada vez que escribe, es más consciente de su impotencia, y sigue escribiendo, en un mar desordenado de palabras y nubes y poemas y espejismos. Porque las lágrimas no calan ni manchan como la tinta, la voz no resuena en el tiempo, como las hojas, los ecos se funden, la voz se apaga, su último recurso es el puñal afilado que escupe tinta, el puñal que firma la sentencia de su propia muerte.

Y como ahora ocurre, de nuevo, inútil, de nuevo, incapaz. El escritor vuelve a escribir.

María Domínguez del Castillo




viernes, 24 de enero de 2014

Cultura: herida abierta

Dijo Ángel Ganivet, hace ya unos buenos años, hacia los noventa y pico del siglo XIX en su obra Idearium español: "Nuestros centros docentes son edificios sin alma; dan a lo sumo el saber; pero no infunden el amor al saber." (Claro que no todos, ni mucho menos). Tal vez sea este uno de los problemas de la crisis cultural de nuestro país. Y por supuesto, todos estos recortes en cultura y educación. Sin ripios, escribo esto de manera breve para hacer reflexionar. Se siembra la semilla, los demás la recogen, riegan la planta. Total, que hacen lo que quieran con ella. Pero que piensen los demás por ellos mismos, eso es lo importante. Así que doy un par de ideas.

En cuanto a lo primero, mucho más no hay que añadir. Es eso lo que muchas escuelas hacen, ¿no? Toma niño, tú estudia esto, yo te pongo la nota (sí, sí, yo te ayudo), y te doy el título de la E.S.O., en el mejor de los casos, haces Selectividad, y como digo, te lo estudias, da igual que no te acuerdes la semana que viene, si al final lo que cuenta es la nota. Y ya está. Y esto no siempre sale bien, más bien al contrario. Suele terminar en fracaso, en desastre. Los niños se cansan, se aburren solemnemente, las clases se hacen largas, el estudio un castigo, el odio a la cultura y a la enseñanza, aterrador, el deseo de pirárselas, monumental. Da real miedo escuchar los comentarios de algún que otro individuo por la calle.

Por eso, los pocos educadores, maestros de verdad, vienen a ser una especie de héroes que sustentan lo poco que aún se mantiene en pie, promoviendo esa cultura, ese amor por el saber, lo que lleva a los alumnos a estudiar por su futuro, su felicidad, y por gusto. Estos son los verdaderos héroes. Estos son los que realmente merecen ese título de profesor.

En cuanto al segundo punto, como no quiero incumplir mi promesa de brevedad, dejo aquí un link que más o menos nos lo explica: http://www.eldiario.es/andalucia/orquestas-andaluzas-do-sostenido-crisis_0_200530014.html Pero, ¿quién, en su sano juicio, como solución pondría recortes en educación, cultura, sanidad? ¿Quién? Miremos a la España nuestra a los ojos y preguntemos qué le ocurre. ¿Qué te ocurre? Lo peor de todo, algo que tal vez muchos se nieguen a aceptar, es que gran parte de la responsabilidad política recae sobre nosotros, los ciudadanos. Una sociedad que no lee es una sociedad manipulable. La mentalidad bipartidista española, que tiene sus raíces más aferradas en el más remoto origen de la nación, es una mentalidad de descarte: no nos va bien con esto, votemos eso otro. Realmente no sabemos lo que hacemos, no sabemos lo que hay detrás de todas esas florituras ornamentales que son las palabras 'ideología', 'izquierda', 'derecha', 'derecho', 'honestidad'. Y el saber, la verdad, o al menos la verdad menos incierta, nos la da la cultura, la información, el contraste de los medios y las fuentes, la lectura, el pensamiento crítico, no el mero alargamiento de dedo índice que señala a los escalafones de ahí arriba.

Aunque no sobre este tema en específico, también relacionado con el mercado de la cultura, un artículo de Arturo Pérez-Reverte: http://www.finanzas.com/xl-semanal/firmas/arturo-perez-reverte/20140126/fulano-quizas-usted-roba-6828.html

María Domínguez del Castillo


sábado, 9 de noviembre de 2013

Falta de tiempo

Yo lo llamo 'antitiempo'. Es el tiempo que te priva del tiempo. Es un tiempo caprichoso.

Este tiempo te deja hacer tantas cosas, tantas cosas que a veces no son cosas para ti. Esos trabajos, esos retoques, esa rutina que te amarra al antitiempo. Esa lucha contra el reloj, y es que al final, uno no tiene todo el tiempo del mundo. Todo el tiempo del mundo le tiene a uno. Ya lo vemos por la calle, esas personas caminando, que parecen programadas, con las carpetas bajo sus brazos. Con los problemas bajo sus brazos. Nosotros tenemos el tiempo, pero el antitiempo te va esclavizando. Y no puedes hacer lo que te hace feliz.

Si hay suerte, si el antitiempo descansa y te da la libertad, esos ratitos en los que estás sentado en un sillón viejo que te pregunta si has terminado ya de trabajar, y tú le respondes que sí, que curiosamente sí, que has terminado antes, que has terminado lo que tenías que hacer, (o al menos el tiempo ha terminado lo que tenía que hacer contigo), en esos ratos, es que se está tan cansado que no puedes hacerte con él. Y esos ratitos se esfuman. Porque en tales momentos de libertad, ¿qué mente cansada es capaz de llevar a cabo algo que requiera tanta atención como los cuentos de Cortázar requieren? Entonces el antitiempo se ríe de ti.

Es una pena que se viva así. En esos momentos, esos ratos libres, abro un libro, leo una página veinte veces, sigo sin enterarme, y me quedo dormida en el sofá viejo que me recordó que el tiempo había ya terminado lo que tenía que hacer conmigo.

Por eso no he escrito sobre Tiempos difíciles, de Charles Dickens, de La Colmena, de Camilo José Cela, de Las armas y otros relatos, de Final del juego, de los cuentos de Cortázar, de esa adaptación literaria de Billy Elliot en francés que leí en otro sofá viejo, por eso no me da tiempo de leer más de dos hojas de Rayuela, de Cortázar, seguidas, sin leerlas veinte veces y no enterarme de nada, sin quedarme dormida porque esta vez es el sueño el que no ha terminado lo que tenía que hacer conmigo.

Y el antitiempo se ríe.

María Domínguez del Castillo



jueves, 30 de mayo de 2013

Jostein Gaarder

Muchos habréis oído hablar del best-seller internacional de Jostein Gaarder, El mundo de Sofía.  

El escritor noruego estudió Filología Escandinava e Historia de las ideas y de la religión, por lo que sin duda fue su inquietud por la filosofía la que le incitó a derramar sus preguntas sobre la vida y el mundo en cada una de sus páginas. 

Después de once años como profesor de filosofía y literatura, quizá advirtiera que una sociedad libre es aquella que piensa, y que la base de aquella sociedad no es otra que los jóvenes. Centrando su literatura en el público infantil y juvenil, el autor revela sus mayores inquietudes filosóficas y enigmas sin resolver. 

Una de sus novelas de mayor éxito es El mundo de Sofía, en la que, en un formato adaptado a su público meta, deshoja una a una las etapas de la historia de la filosofía, desde los filósofos de Mileto hasta Jean-Paul Sartre, en el seno de una historia surrealista, inquietante y maravillosa. 

Pero de todas sus obras, Maya, El enigma del espejo, Vira Brevis, o La joven de las naranjas, tal vez fue El misterio del solitario la que más me cautivó. Una historia imposible, hilada a otra, cosida a otra a su vez... Todas lejanas, diferentes, pero relacionadas entre sí. El pequeño Hans Thomas, en un viaje a Atenas junto a su padre, marino y filósofo, parará en el pequeño pueblo de Dorf. Allí, un panadero le regalará un panecillo, con un diminuto libro escondido en su interior. Sin querer revelar los secretos de la novela de Gaarder, únicamente me atrevo a afirmar que cada una de las páginas es una historia nueva, única, una historia bien elaborada, inimaginable, que no se asemeja a ninguna otra jamás escrita. 



Después de leer El misterio del solitario, que sin lugar a dudas dejará un leve sabor a 'bebida púrpura' en vuestra lengua, podréis decir, como muchos han dicho, que queréis ser un comodín.

El éxito que ha conseguido labrar este autor no es otro que el de hacer pensar a una sociedad, el de ayudarla imaginar y soñar, en un mundo en el que a veces, esto último no nos está permitido, en el que soñar es tan tangible como el humo...

lunes, 27 de mayo de 2013

El nombre del viento - Patrick Rothfuss

Después de leer durante un tiempo a grandes autores españoles,  los cuentos majestuosos de Cortázar y Borges, las obras teatrales de García Lorca y Valle Inclán, los del 98 y los del 27, vanguardistas y románticos, y muchos otros, quise empaparme los pies en orillas extranjeras. Los relatos macabras de Edgar Allan Poe me dejaron los pelos de punta. 

Aún no recuerdo cómo, los primeros dos volúmenes de la trilogía de Patrick Rothfuss, Crónica del Asesino de Reyes, llegaron a mis manos,

El primer título, el nombre del viento, me sorprendió. Cierto que era una traducción, y que se trataba del primer libro publicado por el autor. Cierto, también, que era una novela no tan literaria, más relatora, más fantástica. No sabía qué esperar al pasar las primeras páginas. Pero poco a poco, aquellas hojas conseguían deslizarme junto ellas, tal y como habían hecho antes las pastas de Harry Potter. 




Si preguntan qué tipo de fantasía cimienta esta historia, tal vez no encontrarían respuesta. Sin aireo de varitas mágicas, ni anillos encantados, ni abras, ni cadabras. Rothfuss ha logrado hilar una historia de mil y un colores y texturas, y trayendo al mundo palabras tales como sigaldría y simpatía. No es Kvothe, el protagonista, un nuevo mago nacido de la influencia de la tinta de J.K. Rowling, de Tolkien ni de C.S Lewis. Entre vínculos simpáticos y notas de laúd, puede que Kvothe no solo logre encontrar el nombre del viento. Tal vez, incluso, logre encontrar el nuestro. El del lector. 

El temor de un hombre sabio, segundo volumen de la trilogía, no es menos que el primero. Me atrevo a afirmar incluso mi preferencia por el segundo. Más acción, más hechos, más magia. 

Sin duda, estos títulos son la medicina perfecta para las mentes dormidas, las mentes que han olvidado cómo soñar.