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viernes, 5 de junio de 2015

Los últimos de Filipinas

En los Juicios de Núremberg, Göring declara que de entre las razones de la participación alemana en la Guerra Civil Española, preponderaba el poner a prueba la Luftwaffe. Y esta Legión Cóndor inicialmente se limitaba a realizar tareas de reconocimiento y a ofrecer apoyo aéreo a tropas. Después llegó el primer bombardeo de la historia dirigido contra la población civil. 

Hasta hace poco no fui consciente. No fui consciente a pesar de haber oído tantas veces esa palabra, Guernica. A pesar de haber visto tantas veces esa pintura de triángulos blancos y triángulos negros. Recuerdo esa frustración infantil, la de no entender. La de querer entender, y no entender. La de no entender una pintura que entonces me dijeron que era arte, poco después de enseñarme que el arte era una Gioconda, un nacimiento de Venus, una Escuela de Atenas, todo tan en su lugar, tan cuadriculado, tan cuaderno de cálculos y fórmulas y números. Y entonces la confusión. Así que aquello también era arte. Tan. Era arte. Ahora. Arte. Triángulos. Negros y. Blancos y. Arte. Era arte y aceptarlo, y aceptarlo como se aceptaba que uno entre cero era infinito, como se aceptaba el Romance de la luna porque sonaba bien, porque alguien más viejo y más alto decía que eso era arte. Pero ahora. Es decir, ahora el símbolo, ahora la luna, el nardo, el gitano. Ahora Picasso, pero también Delvaux, y la Aurora de Nueva York, y T,S. Eliot, y Ensor, y Dalí, y Edgar Ende. Ahora empezar a entender. Entender que el arte no es la mera golosina de los ojos. Entender que para entender hace falta la historia, las palabras y los años. 

Guernica bombardeada por ninguna razón, por ninguna causa. Sobre el civil, sobre el vecino, el peluquero de la esquina, la madre y su bebé del piso de arriba que no deja de llorar. Sobre el que pide en el supermercado, sobre el afilador, la prima Carmen, el maestro de escuela. Guernica, no más que el presagio de otra bomba sobre Coventry, sobre Varsovia, el presagio del Blitzkrieg, del Stuka. Y entonces la venganza. Nadie. No se salva nadie. La venganza ardiendo en Berlín, mujeres violadas en Alemania, mujeres violadas en Normandía. Allá mismo, en Berlín, cuando la guerra estaba perdida, no tardaron en hacer llamar a sus ancianos y a sus niños de quince años - esos "Hombres lobo" - a primera fila, la carne de cañón que no dudó en lanzarse a la calle, y todo por el Führer, por el Führer - de ahí que "desnazificación" no fuera un término exagerado" -. De nuevo estaban allí, los últimos de Filipinas. 

¿Que cuál es la importancia de la historia, de la literatura, para un futuro ingeniero? Y digo la importancia de la historia, no de la doctrina de la historia del sistema actual, no del memorizar doce temas para luego vomitarlos y el primperan y la resaca y la nota de corte. Estudiar historia para que no ocurra mañana lo que ocurrió ayer. Para que ese ingeniero no cree otro "Little Boy". Para que mañana en España siga habiendo sufragio universal. Para no retroceder hasta la prehistoria del desconocimiento y la pasividad y la sorpresa, de las barricadas y de las cabezas cortadas. Y si el ingeniero quiere una utilidad más práctica, más inmediata, historia por el mero ejercicio intelectual que supone su estudio, para pensar, para que la mente no quede dormida entre calculadoras y números. Para crear, para fabricar y no ser fabricados por estas tablets, estos ordenadores, estos aparatos que cada día parecen más humanizados que nosotros mismos. 

Pero claro, ahora entonces no sería de extrañar que surgiera otra corriente literaria, otra variante del existencialismo, del vanguardismo. La deshumanización de entreguerras que Ortega tornó atemporal. La humanización de la pantalla táctil y la deshumanización de quien la controla. Pero si existiera, si esta corriente literaria existiera, ¿quién la escucharía, quién la encontraría, entre una y otra biografía de la ex-novia de un torero?

No seamos, de nuevo, los últimos de Filipinas.

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María Domínguez del Castillo

sábado, 25 de abril de 2015

Why does someone have to die? - Fotografía 2

En un diálogo de Las horas, Leonard pregunta: Why does someone have to die? (...) In your book, you said someone had to die. Virginia Woolf responde: Someone has to die in order that the rest of us should value life more.

En mi memoria corta - no por mala memoria sino por vida novata - habían muerto hacía poco Virginia Woolf, Sylvia Plath, Aurora Bernárdez (aunque por razones bien distintas a las de las dos primeras, que no murieron sino que se mataron, y se mataron porque podían, porque ya lo habían hecho antes en sus libros. En La señora Dalloway y en su poesía: "Dying/ is an art, like everything else./ I do it exceptionally well." S. Plath.)

Matar a Carol. Matar a Carol hubiera sido injusto. Hubiera supuesto casi otra derrota. ¿Pero quién más apropiado que ella para guardar la verosimilitud de la trama, para la historia intacta y el lector satisfecho de su predicción, e intuición literaria y Oráculo de Delfos? Tradicionalmente se ha dicho - y así lo dicta el oficio, el proceso de elaboración - que el escritor va unos pasos por delante del lector, guarda distancias. Pero yo no quisiera tachar al lector de inocente ni promover la vanagloria del escritor cuando la mitad, no menos, del volumen de la tinta que derrama es fruto de la liquidez misma de la tinta, del azar y el tiempo. Esto no excluye la meticulosa labor artesanal, no implica que el escritor no vaya unos pasos por delante del lector, ni que al lector se le tache de idiota, de animalillo engañado. Esto solo implica que a veces ambos caminan juntos, y tropiezan en la misma calle, les cala la misma lluvia, se sorprenden con la muerte de otro alguien que no es Carol.

Entonces tuve que matar a ese otro alguien. Entonces adiós oráculo, adiós a los pasos por delante. No se trata del lector cómplice de Cortázar, sino del escritor víctima. No maté a Carol, maté a otro alguien. No cabe hablar de inocencia ni de culpabilidad. Y, ¿qué más da contarlo? Seguramente en ese lado, en ese otro lado, el que lee esto no lea en vida a Carol, ni sus nimiedades, ni a ese otro alguien que ha de morir. Pero en este otro lado... En este otro lado...

 "This side of the truth
 you may not see, my son,
king of your blue eyes
in the blinding country of youth,
that all is undone,
under the unminding skies,
of innocence and guilt
before you move to make
one gesture of the heart of head,
is gathered and spilt
into the winding dark
 like the dust of the dead."
(...) Dylan Thomas




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domingo, 30 de marzo de 2014

El ojo de Sartre

No se quedó así por echarle un ojo a Simone de Beauvoir, no.

El existencialismo que divisó Sartre lo fue encontrando poco a poco, sentado en el Cafe de Flore o paseando por le Quartier Latin mientras, de lejos, seguía con la mirada la corriente del Sena.

Parece que ese existencialismo debió buscarlo en algún lugar que no muchos vieron (creo que J.L. Borges sí lo vio, ese mismo, sí), en el interior de un hombre libre y condenado a vivir, debió buscarlo en algún punto de fuga.

Quiso tornar la mirada hacia aquella consciencia (o inconsciencia) reflexiva. Cayó primero en La Náusea, después posó su ojo en el aleteo de Las moscas, se encerró en Huis Clos (Puerta cerrada), puerta cerrada: miró dentro, y en las imágenes tras de la ventana se fundió en el existencialismo más profundo, el más irracional, pero el más razonable, en El Ser y la nada.

Y aunque a veces semejante a la indiferencia de Camus, no acabó llevándose demasiado bien con este último.

Y Borges, y Sartre, los dos quedaron mirando aquellos senderos que se bifurcan:

María Domínguez del Castillo

martes, 4 de febrero de 2014

Sobre el escritor

El escritor se siente incapaz de conservar lo indigerible en el estómago, el gas hecho plomo en los pulmones, el dolor en la piel y en los huesos, la incapacidad en los labios cerrados. El escritor se siente aterrado a veces, quiere gritar, quiere transcribir las dolencias de su cuerpo en las hojas de papel, y llega un momento en que la tinta que derrama es su sangre derramada. El escritor es, podríamos decir, alguien desequilibrado. Basta con pensar en Virginia Wolf, en Ernest Hemingway (¿Por quién? Por él doblan las campanas...), Ganivet (quiso el río llevarlo, antes que el viento o el tiempo) y Mariano José de Larra, Stefan Zweig y su mujer, Horacio Quiroja...

El escritor está desesperado. La tinta negra del café entra y transpira, calando los folios y las notas. Se sienta en el escritorio, escribe en el suelo, tumbado, frente a la máquina, con un lápiz, una pluma, en medio de la calle de pie, en su libreta, sentado en el banco de un parque, en el baño, en la cocina, en la terraza de un cuarto piso, perdido, en la habitación de un hotel... El escritor necesita viajar. Los viajes son el sedante, la anestesia de su enfermedad, a veces al contrario, el estimulante, el choque frontal, la caída... El viaje le da unas horas en la mesita del tren, en el asiento del avión, mirando por la venta el poema más completo e inalcanzable, su propio poema; el viaje le hace olvidar su ineptitud y su duda, y tras vivir otro mundo, otros versos, otras líneas, su dolor es mayor, mayor su incapacidad, al regresar a su (¿hogar?) pedazo de tierra donde le tocó (¿vivir?) nacer, la ausencia de lo demás es mayor, el poema inalcanzable, más lejano, quimérico. 

El escritor viaja buscando ese poema que vio desde la ventana del avión, poema flotante y vertiginoso. Su poema. El modo de conseguir deshacerse del pensamiento, de la consciencia de lo que para él es la injusticia, la desgracia, la tristeza, algo que le acompaña, la sombra omnipresente, de día, de noche también, sombra más oscura. Escribe, a veces, consigue verter alguna que otra palabra acertada, la acertada para algunos, que se sacian al pasar las páginas, que al menos no se sienten solos en su incapacidad, la incapacidad de los lectores, lectores que buscan en los libros lo que el escritor busca en su tinta. Por eso sigue escribiendo. Escribe, y escribe, y cada vez que escribe, es más consciente de su impotencia, y sigue escribiendo, en un mar desordenado de palabras y nubes y poemas y espejismos. Porque las lágrimas no calan ni manchan como la tinta, la voz no resuena en el tiempo, como las hojas, los ecos se funden, la voz se apaga, su último recurso es el puñal afilado que escupe tinta, el puñal que firma la sentencia de su propia muerte.

Y como ahora ocurre, de nuevo, inútil, de nuevo, incapaz. El escritor vuelve a escribir.

María Domínguez del Castillo