sábado, 22 de enero de 2022

Hombre que camina I, 1960.

 

          

                  Existen dos soledades que pude habitar felizmente. La de la costa y la de París. La de la costa se debe quizá al modo en que todo se vuelve banal y vano cuando un cuerpo, solo, contempla el mar. La de París aún no la comprendo. Puede que sea la verticalidad ósea de sus edificios, que instan a una a caminar erecta. Como una figura de Giacometti. Filiforme pero firme. Sin importar lo que suceda entre las vísceras. Ahora regreso al sur. Escribo una novela y ejerzo como profesora de literatura universal en un instituto público. La soledad del sur siempre me pareció demoledora y persistente. Es la que se desliza entre la calidez de los cuerpos y las calles y los cantes. Pero tal vez no sea algo propio de la ciudad, sino de la carne.  

Observo el trozo de magdalena que he olvidado en el café. Deshaciéndose insípido. Una broma grotesca para salir en busca del tiempo perdido. Pienso que es posible que fuera mi profesor de lengua quien me condenara a la literatura. Pero también es posible que sea la literatura lo que me condena a la vida. No sé explicarlo, a veces el lenguaje es torpe, o lo soy yo. Lo que quiero decir es que mi vida depende, rotunda, radicalmente, de aquello que estoy escribiendo. Todo lo que sucede, todo lo que leo, lo que percibo, lo que siento, converge en – supongamos – la novela, el poema. Sea bueno o malo, sencillamente, es así. Mi profesor no entraba, sino que fluía en el aula. Abría la puerta, alegre, exclamando su “¡Buenos días!” con una melodía aprendida que era capaz de reproducir de manera exacta. Hoy miro atrás y me pregunto qué manantial prodigioso se había procurado, qué diestro juego de máscaras, qué suspensión del mundo exterior antes de cruzar el umbral. Claro que cumplía con el programa estipulado por las reumáticas guías docentes, con bigotes y sombreros en exceso, con su culto fervoroso por las biografías. Tenía un sentido casi temeroso de la responsabilidad. Y, sin embargo, qué danza de voces invocaba en apenas una hora, dejando respirar a los anquilosados manuales. Pude intuir entonces la ley extraña de ese otro tiempo bergsoniano, la que según Cortázar rige el metro parisino, o esa otra ley que impertinentemente encoge la duración de los años a medida que una se hace vieja. Esperaba – con un ansia desconocida y, por tanto, disimulada – el comienzo de sus clases, y en su trascurso se me ataba la mirada al reloj. No por la impaciencia por que finalizara, sino por el terror del deslizarse acuático del tiempo.

Con él asistí a dos primeras revelaciones: una profesional y otra vital.

      Después de leer pacientemente algunos de mis primeros poemas (como siempre hizo), me prestó un libro cuya autoría ya he olvidado. Comprendí de qué modo, tanto en la prosa como en la poesía, con o sin esquema métrico, el ritmo, la cadencia, el decir precipitado o la mesura cincelada de la frase, decían tanto o más, o lo mismo, o lo contrario, que la idea que entrañaban.

     Cuando llega marzo empiezan a florecen los naranjos en el sur. Es nuestro abril particular, la manera en la que aquí se manifiesta una belleza cruelmente hermosa. No es la de las lilas atravesando la tierra muerta. Pero sí se trata de esa misma, peligrosa tensión entre el deseo y la memoria. Fue un día de primavera cuando mi profesor apareció reblandecido por una tristeza leve, que resulta más irrespirable que un dolor efusivo y manifiesto. Nos preguntó directamente si creíamos que era posible ser feliz. Afirmar: yo soy feliz. O: quiero ser feliz. Él mismo respondió. Es algo improbable. Una tontería, incluso (¿soy yo quien utilizo esa palabra, quien desfigura el recuerdo?). Continuó. “Pero sí hay momentos de felicidad. Hace un rato, por ejemplo. Iba con prisa, el semáforo se puso en rojo y tuve que esperar. Me estaba dando el sol en la frente y era agradable. Miré arriba y me di cuenta de que ya se habían abierto las primeras flores de azahar”. En Bachillerato me obsesioné con una película. Las horas. Con la retórica de su lenguaje cinematográfico, con sus tres personajes, con la banda sonora líquida de Philip Glass y con la escritora que ficcionaliza. En ella, Clarissa Vaughan rememora una mañana de su juventud en la que, inocentemente, pensó: “así que este es el principio de la felicidad, aquí es donde empieza”. Para descubrir, más tarde, que no. Que no era el principio. Era la felicidad misma. Ese instante. Ese instante preciso.

Mi profesor intentó persuadirme en algún momento para que continuara mis estudios de ciencias. ¿Hubiera alcanzado el éxito profesional? ¿Mayor solvencia económica? ¿Me hubiera apartado de las angustias existenciales y del peso de tanta, tanta literatura, que parece que emergen con un notable melodramatismo cuando no tiene uno que preocuparse en exceso por llegar a fin de mes?  Probablemente no. Probablemente no hubiera sabido cómo enfrentarme a las horas. Llegué a pensar que mi carácter había sido moldeado, en parte, por mis desafortunadas lecturas ilimitadas. Camus, Plath, Eliot, Rhys… Estas lecturas me enseñaron a vivir. A pervivir.

He experimentado fulgores de felicidad. “Momentos del ser”, como los nombró Virginia Woolf. He conocido el amor. El amor amable y el amor fatal. “Un amor que no nombran las novelas”, revela Duras. Sé de unas manos buenas y bellas. Las manos de mis padres. Las de mi hermano. He podido ver el mar en sus infinitas mutaciones cromáticas y dinámicas, y, por un instante, todo ha perdido su peso. Mi ser se ha limitado a ser. Ser tan solo. Quizá porque existe, porque todo esto existe, sea posible amar también la vida. Mientras tanto, en los intersticios de tales destellos, en el centro del vacío – que es otra fiesta – escribo. Mientras tanto, lo seguiré haciendo. Pero espera. Fuera, el cielo azul. No hace demasiado frío. Espera, creo, entonces, que me calzaré. Creo que saldré a pasear.

 

María Domínguez del Castillo

 

 

domingo, 24 de noviembre de 2019

Retornos

Volver a este blog es oír de la boca de lo sabios Te arrepentirás por haber publicado tan joven, tan joven, esos primeros poemas, quod scriptum scriptum est etc etc y academia; pero ahora, con la certeza diaria de la muerte y saber del arbitrio y del absurdo de una vida, qué importa, qué importa nada y en cambio es hermoso saber del modo en que uno cambia y en cambio se es siempre, inevitablemente, un cuerpo, un límite de carne. 
Por eso el blog y la nostalgia leve y la aceptación del tiempo - how we are nohing and the sea eats away the land we stand on - no importa no importa, sólo un cariño inocente por la inocencia y por lo sido, y es bueno y es bello. 
Escribo como escribo en mi cuaderno, como siempre he hecho, con mis pausas y mis cambios de soporte - automatismo normalmente ejecutado, a mano, en otro de los volúmenes que, una vez llenos, voy colocando, cerrados, sobre un estante, que escribo esporádicamente, sin voluntad de forma, por necesidad, antojo, pasatiempo, inicialmente como mero ejercicio literario, aunque hace tiempo que dejó de serlo, y qué lector, si hay alguno: hola, gracias por leer, te siento hoy aquí en este instante mientras escribo (transcribo). 

En el blog hablaba tanto de París, de literatura y arte, de las "personas" que habitaban o constituían el mundo literario o artístico, pero qué otro mundo, de qué mundo hablaba, sino de este y ahora escribo desde París acerca del no-París y de la vida en sí, de la tierra y la sal. Hoy hace sol y frío y este cielo y esta piedra clara tan diferente a otras piedras. Escucho música minimalista - In girum imus nocte et consumimur igni - la yuxtaposición de las campanas de Saint-Julien le Pauvre, las voces de los turistas, el apartamento vecino, en que alguien ensaya la misma pieza para piano desde hace tres horas y en tanto alguien llora llora y grita y no lo entiendo, un niño, un enfermo, este sol sobre el papel, reflejo de Max Richter On the Nature of Daylight, esta piedra blanca o los tejados de pizarra y musgo a veces y la nostalgia terrible - es otro tiempo, el cuarto tiempo, la violencia del presente inmóvil, espacio geográfico para la sutil artesanía del pasado. Por ejemplo: hoy pienso en la nieve, en el mar contra las rocas y alguien que camina junto a mí, los huesos de una catedral en ruinas en el borde de los acantilados, la nieve sobre la arena confundida con la espuma. Por ejemplo: ese otro mar, aún más al norte, el vuelo de las gaviotas y un olor a algas, y un castillo al borde de otro acantilado, café con canela en la mañana y la memoria de otras manos que también dejaron de ser, que tampoco están ahora. O los campos verdes desde el tren, o los campos blancos cubiertos de la helada o el rocío. Los ladrillos rojos, las tejas, el río - sutura de juncos que cruza las calles - St. Dunstan's o esa otra catedral o poetas de piedra o de bronce en mitad del pueblo. Te recuerdo, Daniel, a través del bosque, o simplemente tendido en mi cama, leyendo, mientras yo trabajo, el escuchar el escuchar simplemente, recuerdas, aquella vez junto a las rosas porque el día era hermoso e intentamos estudiar fuera y la guitarra sobre la hierba, recuerdas. O aquella noche trágica, cruzar las calles, corriendo, en la noche y el frío, llorar y tú siempre siempre aparecías, aparecías al final, recuerdas, el autobús nocturno, el vaho contra el cristal en la ventana.  Ahora Iván, también estás allí,  junto al río y en la lluvia, te siento y pienso en las decisiones que he tomado, en lo irrevocable, en lo inasible del tiempo y una pena física temblando en algún lugar del pecho, en algún lugar no sabemos cuál exactamente no sabemos dónde, al mismo tiempo una alegría de vivir de estar de ser y a veces la soledad a veces, pero sois y he vivido al menos, en algún momento he sido con vosotros y agradezco las horas a pesar de estas horas y.


martes, 22 de marzo de 2016

Telediario matinal y otras rutinas

No somos conscientes de la volatilidad de la sangre. La auto-descontextualización es un seguro de vida, un principio biológico, un instinto de supervivencia. Y sólo nos duele en el pecho, en el alma, en una pestaña, en las plantas de los pies, y sólo nos pesa en la tinta, en el papel emborronado, cuando el temblor de las bombas retumba entre nuestros nervios y hace vibrar los alambres claros de nuestras fronteras. 

París fue más cercana - por razones históricas, por motivos simbólicos y tradición ideológica y valores consagrados de la ciudad-. Más cercana, también, tal vez por otras asociaciones - sentimentales o propias del recuerdo o del olvido (siempre el tiempo y la esfera del reloj)-, por los testimonios de algún conocido, algún viejo amigo de allí, los veranos sobre el césped de un jardín, entre las calles de piedra y los tejados azules, los cafés, los toldos rojos, el órgano de Saint-Merri, la sombra de las vidrieras, el impresionismo etéreo de Pissarro o de Renoir, las hojas que se amontonan en las aceras - el polvo que se acumula bajo los ojos-.

Por todo esto y también por un septiembre incierto, por una gymkana de tickets de metro y billetes de avión. Por todo esto y también por el azar de haber vuelto, del retorno fortuito. El azar, que es nuestra sombra.

Y de nuevo, ahora la rueda. La rueda eterna y Bruselas, y este humo y esta ausencia que nos irrita la garganta, la ceniza que nos tiñe la piel del color definitivo, del gris de la tierra infértil, de la tierra última. Ah, y entornamos los ojos - acá, desde el sofá, desde una mesa de estudio, en la silla de un café - hacia el periódico, hacia la pantalla que se desliza y va lanzando sus gritos blancos contra el oído - y porque todo es tan rápido y es terrible y no entendemos, no logramos entender-. Primero dos bombas, y luego. Y luego, y otra. Luego. Y luego y después. Es el ritmo sincopado de los medios informáticos que pretenden alcanzar la sincronía imposible. Nuestras condolencias. Y el más sentido pésame. Y el Gobierno. Y el decoro. Y el Ministerio de Asuntos Exteriores. 

Y es cierto, y es cierto que entonces retorna una pesadumbre lejana. Acá, como en el pecho. Como en el pecho, entiendes. Mientras, mordisqueamos una tostada ya fría, y opinamos, y percibimos en la distancia entre aquel país y nuestro suelo un espacio inabarcable, un silencio incorruptible, una muralla, un vacío. Una lejanía teñida como de sueño o de ficción. Y todo se antoja extraño tras la frontera del televisor, de este periódico hastiado. 

Ah, pero no entendemos que su cuerpo es nuestro cuerpo, que la carne que prende es esta carne nuestra, la misma carne que ahora bebe un sol de primavera, algún chubasco perdido, en una ciudad del sur, la misma que siente la nieve bajo el cielo blanco de una ciudad de Norteamérica, en un pueblo en las montañas. Ah, pero no entendemos, no podemos entender la cercanía de los cuerpos, la contigüidad de los huesos, de las venas, la volatilidad de la sangre.

Alguien apaga el televisor, se calza las botas, sale a pasear. Es la seguridad absurda, la seguridad de arena de esta rutina protectora, de la monotonía de los días y de las noches a la que nos aferramos como al oxígeno. Pero nuestras prendas también se desprenden a jirones, pero nuestras ropas también huelen a quemado, nuestro pelo, nuestras uñas, nuestra piel negra, y no nos damos cuenta.

En alguna frontera un padre maldice mil años, una madre derrama sus pechos secos, un niño que ya no es niño - acaso lo dicen sus ojos - decide no llorar, porque el pan se torna más incierto y transparente cada día, el aire más sólido, el éxodo una tierra de escombro y de sal. 


María Domínguez del Castillo - 22 de marzo de 2016





sábado, 3 de octubre de 2015

Esta tarde y Carol.

Esta tarde creo que pude ver a Carol. Estaba sentada en la cama, las piernas cruzadas, casi desnuda, agarrándose los pies. Respiraba con la levedad, con el cuidado de quien respira y nota una aguja en el riñón. Carol tenía tanto que pensar. Tenía tanto que pensar, y en cambio. En cambio eludía su consciencia, allá entre las sábanas, entre las sábanas de las nimiedades, de la abstracción. Tenía tanto que pensar, y en cambio. En cambio abría la novela, miraba la hora, pasaba las hojas, la volvía a mirar. Y así las horas, así el reloj, así la tarde y el tiempo, y empezaba a hacer frío pero Carol no quería cerrar la puerta de la terraza porque le hacía bien el viento y el frío, y el olor a otoño y a madera quemada, porque escuchaba a Philip Glass, pero también las campanadas de la iglesia, las persianas que alguien sube, que alguien baja, la vecina que tiende la ropa, un niño que juega en la calle. 

Carol tenía tanto que pensar, en cambio. En cambio prefería no levantarse de la cama, dejar la puerta abierta porque el viento, dejar la puerta abierta porque el ruido y el olor a otoño y las campanadas. Siempre la ventana abierta, siempre el ruido de los coches, de las gentes, el murmullo de las luces, de las calles. Pero por la noche el silencio es insoportable, casi no se puede estar, casi no se puede estar y Carol tenía tanto que pensar pero eludía el silencio, eludía la introspección entre las hojas y el reloj, entre las sábanas en las que, casi desnuda, iba quedándose dormida, y entonces soñaba que la pintaban en un cuadro de Hopper, o de Paul Delvaux. 

Esta tarde creo que pude ver a Carol, pero Carol dice que cree que pudo verme a mí.




Edward Hopper - Morning Sun
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María Domínguez del Castillo


domingo, 20 de septiembre de 2015

Julio Cortázar descubre al prójimo

Casi lo puedo ver, con su altura desmesurada, sus ojos anormalmente separados - rasgo que, diría, heredaría de su abuelo materno-, sus manos de pianista que escogieron un piano más pequeño, más cuadrado, que se llamó Olivetti LETTERA, que con no pocas teclas, emitió tres notas tan solo - el timbre del margen, la tecla que baja, la cinta que corre.

Decía que casi lo puedo ver, solo, en su dormitorio, con poco más de nueve años, rozando con los dedos los pasillos que huelen a Verne, que duelen a Poe, refugiado en la soledad de una casa de fantasmas - fantasmas como bien pudo serlo su padre, que no todos los fantasmas han muerto alguna vez. Y entonces Banfield, y entonces la Escuela Normal, y entonces el maestro, solo, tan solo. Tal vez no sea 'solo' la palabra, sino solitario. Solitario, sí. Solitario hasta que llegó a París y descubrió al prójimo. Como yo, descubrí al prójimo en su ausencia, por su ausencia. Al prójimo lejano, al prójimo que está lejos, al que a veces cada uno de nosotros preferimos tenerlo detrás de la puerta de un cuarto, al que arrojamos palabras que son ficción, y quimeras y enfados, sin certeza ni verdad ni intención. La dificultad de la distancia siempre, la ayuda siempre asumida, inadvertida, que caminaba a nuestras espaldas. A veces halagábamos la soledad. Claro que un día tomamos el avión, tan sólo tú, la maleta, y adviertes, entonces adviertes que malentendiste, que no quisiste entender el significado de la soledad, y entonces te giras y compruebas que no está ya la sombra, la ayuda asumida, el receptor sin reproches de tus palabras, meramente las palabras de un sordomudo, y ya no es sólo la distancia el gran muro, el impedimento, sino que existe otro muro, un muro infranqueable, que es el tiempo. Porque ya solo resta dejar las horas pasar, pero el tiempo y el frío, y a veces se siente, en el metro, siempre en el metro, no se sabe bien por qué. Pero en alguna librería hay unos libros, un piano que suena virgen, que suena inocente, y lo escucho y entonces tal vez esas horas no sean tan infranqueables, sino simplemente horas, y hay que comprenderlo, y hay que dejarlas estar.

Llega a París y está solo, y París es tan distante, París es tan distinta a París estando solo, y es entonces cuando Julio descubre al prójimo - no recuerdo exactamente cuándo lo explicaba, dónde lo explicaba. Entonces cuando su literatura deja de ser Bestiario para ser en cambio "El perseguidor", y Charlie Parker, y Gregorovius, Rocamadour. Entonces que busca, que necesita de las personas, es así como descubre al prójimo - en la soledad -, el paradójico juego, la cómica antítesis. Aún recuerdo, ya hace años, cuando Melville me contaba que "no hay cualidad en este mundo que no lo sea meramente por contraste": 

Es así, ya lo dije, es así como descubre al prójimo. En la soledad, pero en la soledad de veras. La que te cala los huesos, la que te empapa hasta el alma, y entonces hay necesidad de agarrar los dos extremos, de retorcer, de exprimir, de dejar caer el agua, porque esa es la soledad, y ahora se siente más, ahora que se está calado y empieza a hacer frío y sopla el viento.


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María Domínguez del Castillo


viernes, 5 de junio de 2015

Los últimos de Filipinas

En los Juicios de Núremberg, Göring declara que de entre las razones de la participación alemana en la Guerra Civil Española, preponderaba el poner a prueba la Luftwaffe. Y esta Legión Cóndor inicialmente se limitaba a realizar tareas de reconocimiento y a ofrecer apoyo aéreo a tropas. Después llegó el primer bombardeo de la historia dirigido contra la población civil. 

Hasta hace poco no fui consciente. No fui consciente a pesar de haber oído tantas veces esa palabra, Guernica. A pesar de haber visto tantas veces esa pintura de triángulos blancos y triángulos negros. Recuerdo esa frustración infantil, la de no entender. La de querer entender, y no entender. La de no entender una pintura que entonces me dijeron que era arte, poco después de enseñarme que el arte era una Gioconda, un nacimiento de Venus, una Escuela de Atenas, todo tan en su lugar, tan cuadriculado, tan cuaderno de cálculos y fórmulas y números. Y entonces la confusión. Así que aquello también era arte. Tan. Era arte. Ahora. Arte. Triángulos. Negros y. Blancos y. Arte. Era arte y aceptarlo, y aceptarlo como se aceptaba que uno entre cero era infinito, como se aceptaba el Romance de la luna porque sonaba bien, porque alguien más viejo y más alto decía que eso era arte. Pero ahora. Es decir, ahora el símbolo, ahora la luna, el nardo, el gitano. Ahora Picasso, pero también Delvaux, y la Aurora de Nueva York, y T,S. Eliot, y Ensor, y Dalí, y Edgar Ende. Ahora empezar a entender. Entender que el arte no es la mera golosina de los ojos. Entender que para entender hace falta la historia, las palabras y los años. 

Guernica bombardeada por ninguna razón, por ninguna causa. Sobre el civil, sobre el vecino, el peluquero de la esquina, la madre y su bebé del piso de arriba que no deja de llorar. Sobre el que pide en el supermercado, sobre el afilador, la prima Carmen, el maestro de escuela. Guernica, no más que el presagio de otra bomba sobre Coventry, sobre Varsovia, el presagio del Blitzkrieg, del Stuka. Y entonces la venganza. Nadie. No se salva nadie. La venganza ardiendo en Berlín, mujeres violadas en Alemania, mujeres violadas en Normandía. Allá mismo, en Berlín, cuando la guerra estaba perdida, no tardaron en hacer llamar a sus ancianos y a sus niños de quince años - esos "Hombres lobo" - a primera fila, la carne de cañón que no dudó en lanzarse a la calle, y todo por el Führer, por el Führer - de ahí que "desnazificación" no fuera un término exagerado" -. De nuevo estaban allí, los últimos de Filipinas. 

¿Que cuál es la importancia de la historia, de la literatura, para un futuro ingeniero? Y digo la importancia de la historia, no de la doctrina de la historia del sistema actual, no del memorizar doce temas para luego vomitarlos y el primperan y la resaca y la nota de corte. Estudiar historia para que no ocurra mañana lo que ocurrió ayer. Para que ese ingeniero no cree otro "Little Boy". Para que mañana en España siga habiendo sufragio universal. Para no retroceder hasta la prehistoria del desconocimiento y la pasividad y la sorpresa, de las barricadas y de las cabezas cortadas. Y si el ingeniero quiere una utilidad más práctica, más inmediata, historia por el mero ejercicio intelectual que supone su estudio, para pensar, para que la mente no quede dormida entre calculadoras y números. Para crear, para fabricar y no ser fabricados por estas tablets, estos ordenadores, estos aparatos que cada día parecen más humanizados que nosotros mismos. 

Pero claro, ahora entonces no sería de extrañar que surgiera otra corriente literaria, otra variante del existencialismo, del vanguardismo. La deshumanización de entreguerras que Ortega tornó atemporal. La humanización de la pantalla táctil y la deshumanización de quien la controla. Pero si existiera, si esta corriente literaria existiera, ¿quién la escucharía, quién la encontraría, entre una y otra biografía de la ex-novia de un torero?

No seamos, de nuevo, los últimos de Filipinas.

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María Domínguez del Castillo

sábado, 25 de abril de 2015

Why does someone have to die? - Fotografía 2

En un diálogo de Las horas, Leonard pregunta: Why does someone have to die? (...) In your book, you said someone had to die. Virginia Woolf responde: Someone has to die in order that the rest of us should value life more.

En mi memoria corta - no por mala memoria sino por vida novata - habían muerto hacía poco Virginia Woolf, Sylvia Plath, Aurora Bernárdez (aunque por razones bien distintas a las de las dos primeras, que no murieron sino que se mataron, y se mataron porque podían, porque ya lo habían hecho antes en sus libros. En La señora Dalloway y en su poesía: "Dying/ is an art, like everything else./ I do it exceptionally well." S. Plath.)

Matar a Carol. Matar a Carol hubiera sido injusto. Hubiera supuesto casi otra derrota. ¿Pero quién más apropiado que ella para guardar la verosimilitud de la trama, para la historia intacta y el lector satisfecho de su predicción, e intuición literaria y Oráculo de Delfos? Tradicionalmente se ha dicho - y así lo dicta el oficio, el proceso de elaboración - que el escritor va unos pasos por delante del lector, guarda distancias. Pero yo no quisiera tachar al lector de inocente ni promover la vanagloria del escritor cuando la mitad, no menos, del volumen de la tinta que derrama es fruto de la liquidez misma de la tinta, del azar y el tiempo. Esto no excluye la meticulosa labor artesanal, no implica que el escritor no vaya unos pasos por delante del lector, ni que al lector se le tache de idiota, de animalillo engañado. Esto solo implica que a veces ambos caminan juntos, y tropiezan en la misma calle, les cala la misma lluvia, se sorprenden con la muerte de otro alguien que no es Carol.

Entonces tuve que matar a ese otro alguien. Entonces adiós oráculo, adiós a los pasos por delante. No se trata del lector cómplice de Cortázar, sino del escritor víctima. No maté a Carol, maté a otro alguien. No cabe hablar de inocencia ni de culpabilidad. Y, ¿qué más da contarlo? Seguramente en ese lado, en ese otro lado, el que lee esto no lea en vida a Carol, ni sus nimiedades, ni a ese otro alguien que ha de morir. Pero en este otro lado... En este otro lado...

 "This side of the truth
 you may not see, my son,
king of your blue eyes
in the blinding country of youth,
that all is undone,
under the unminding skies,
of innocence and guilt
before you move to make
one gesture of the heart of head,
is gathered and spilt
into the winding dark
 like the dust of the dead."
(...) Dylan Thomas




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