martes, 22 de abril de 2014

Quema de libros

¡Cómo, cómo ardían! ¡Aquellos libros de caballería entre las llamas! Así lo hicieron en Don Quijote de la Mancha. Y entre las páginas de humo, y entre la tinta hecha hollín, prenden aquellas ideas revolucionarias, aquellas historias de aventura y de libertad del pobre Alonso Quijano, que, a pesar del fuego, quedaron flotando en el aire como lo hace la ceniza, como la madera luce un disfraz de ascuas incandescentes después de muerta.

"It was a pleasure to burn. It was a special pleasure to see things eaten, to see things blackened and changed." Así lo quiso Ray Bradbury. También los quiso quemar, los quiso ver devorados, ennegrecidos y cambiados. Y en Fahrenheit 451, esa literatura, ¿dónde quedó? "Los clásicos reducidos a una emisión radiofónica de quince minutos. Después, vueltos a reducir para llenar una lectura de dos minutos. Por fin, convertidos en un resumen de diccionario de diez o doce líneas." Un pasado histórico falso, manipulado, tergiversado, hecho carbón, pero, ¿quién probaba, quién podía demostrar que no fue así en un ayer, que los bomberos antes apagaban fuegos ('fuego', diría J. Cortázar en Todos los fuegos, el fuego), en vez de causarlos, que la gente sabía, que pensaba, que hablaba, que hablaba con personas? ¿Quién? 

En 1984, George Orwell parecía estar seguro de que nadie, nadie, nadie podía demostrarlo (y menos bajo la mirada de 'Gran Hermano'). La historia se crea en el presente, y el ministerio de Verdad juega bien sus cartas, quemando (¡quemando!), quemando testimonios, prendiendo documentos, escribiendo otra verdad, otra historia que pasaba a ser la que siempre había sido, sin apenas temer que el pueblo no lo creyera así.

Aunque, bueno, al fin y al cabo, no es más que literatura. Y si es literatura, no es más que ficción. Ficción...

Fue hace unos ochenta años. En la Alemania nazi, tras el intencionado incendio del Reichstag (¡vaya, incendio otra vez!) y la aprobación de la Ley de Defensa del Pueblo y del Estado Alemán, a Hitler no le tembló el pulso al suprimir la libertad de pensamiento, de asociación o de expresión, tras la persecución de 4000 comunistas, el asesinato de opositores, la prohibición de partidos y sindicatos (salvo el NSDAP y el DAF, por supuesto); glorificó aquellos artistas, autores incompetentes pero adeptos al régimen, y una noche, a oscuras, todos con el brazo en alto - saludo a la romana, como su amigo Mussolini - en la Plaza de la Ópera de Berlín,  protagonizaron una quema de libros, de miles de libros, de sus odiosos judíos, causantes de todo infortunio, como fueron Albert Einstein o Sigmund Freud, y de otros degenerados como Hemingway o Jack London. ¿Y estos? Simplemente no pensaban como él. Entonces, estos no debían ser leídos (y curiosamente, Mein Kampf no fue incluido en la lista de libros prohibidos del Vaticano; Pacelli, el futuro papa, Pío XII, era amiguete de Hitler). No, sus ideas no coincidían con las del Führer. 

Pero, vaya, ¿no es ficción? No es ficción, no. Es la advertencia, el miedo, el reflejo del temor por aquellas 
chispas, por las llamas que ya ardían, de la consumida libertad del pobre Alonso Quijano. 

Y yo tiemblo al pensar en los recortes, en los tantísimos recortes en la cultura - en la música, en la literatura, en los museos, en la enseñanza... ¡Privad al pueblo de esos libros, privadlos! Porque así, comerán de vuestras manos. (O en vuestras manos, que la comida se la gana el pueblo como puede). 

"La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres."

Quema de libros en la Plaza de la Ópera de Berlín, 1933

Cartel del 'Gran Hermano' de 1984, de George Orwell.