Existen dos soledades que
pude habitar felizmente. La de la costa y la de París. La de la costa se debe
quizá al modo en que todo se vuelve banal y vano cuando un cuerpo, solo, contempla
el mar. La de París aún no la comprendo. Puede que sea la verticalidad ósea de
sus edificios, que instan a una a caminar erecta. Como una figura de
Giacometti. Filiforme pero firme. Sin importar lo que suceda entre las
vísceras. Ahora regreso al sur. Escribo una novela y ejerzo como profesora de
literatura universal en un instituto público. La soledad del sur siempre me
pareció demoledora y persistente. Es la que se desliza entre la calidez de los
cuerpos y las calles y los cantes. Pero tal vez no sea algo propio de la
ciudad, sino de la carne.
Observo el trozo de magdalena que
he olvidado en el café. Deshaciéndose insípido. Una broma grotesca para salir
en busca del tiempo perdido. Pienso que es posible que fuera mi profesor de
lengua quien me condenara a la literatura. Pero también es posible que sea la
literatura lo que me condena a la vida. No sé explicarlo, a veces el lenguaje es
torpe, o lo soy yo. Lo que quiero decir es que mi vida depende, rotunda,
radicalmente, de aquello que estoy escribiendo. Todo lo que sucede, todo lo que
leo, lo que percibo, lo que siento, converge en – supongamos – la novela, el
poema. Sea bueno o malo, sencillamente, es así. Mi profesor no entraba, sino
que fluía en el aula. Abría la puerta, alegre, exclamando su “¡Buenos días!” con
una melodía aprendida que era capaz de reproducir de manera exacta. Hoy miro
atrás y me pregunto qué manantial prodigioso se había procurado, qué diestro
juego de máscaras, qué suspensión del mundo exterior antes de cruzar el umbral.
Claro que cumplía con el programa estipulado por las reumáticas guías docentes,
con bigotes y sombreros en exceso, con su culto fervoroso por las biografías. Tenía
un sentido casi temeroso de la responsabilidad. Y, sin embargo, qué danza de
voces invocaba en apenas una hora, dejando respirar a los anquilosados
manuales. Pude intuir entonces la ley extraña de ese otro tiempo bergsoniano,
la que según Cortázar rige el metro parisino, o esa otra ley que
impertinentemente encoge la duración de los años a medida que una se
hace vieja. Esperaba – con un ansia desconocida y, por tanto, disimulada – el
comienzo de sus clases, y en su trascurso se me ataba la mirada al reloj. No
por la impaciencia por que finalizara, sino por el terror del deslizarse
acuático del tiempo.
Con él asistí a dos primeras
revelaciones: una profesional y otra vital.
Después de leer pacientemente algunos de
mis primeros poemas (como siempre hizo), me prestó un libro cuya autoría ya he
olvidado. Comprendí de qué modo, tanto en la prosa como en la poesía, con o sin
esquema métrico, el ritmo, la cadencia, el decir precipitado o la mesura cincelada
de la frase, decían tanto o más, o lo mismo, o lo contrario, que la idea que
entrañaban.
Cuando llega marzo empiezan a florecen los naranjos en el sur. Es
nuestro abril particular, la manera en la que aquí se manifiesta una belleza
cruelmente hermosa. No es la de las lilas atravesando la tierra muerta. Pero sí
se trata de esa misma, peligrosa tensión entre el deseo y la memoria. Fue un
día de primavera cuando mi profesor apareció reblandecido por una tristeza leve,
que resulta más irrespirable que un dolor efusivo y manifiesto. Nos preguntó
directamente si creíamos que era posible ser feliz. Afirmar: yo soy feliz. O:
quiero ser feliz. Él mismo respondió. Es algo improbable. Una tontería, incluso
(¿soy yo quien utilizo esa palabra, quien desfigura el recuerdo?). Continuó.
“Pero sí hay momentos de felicidad. Hace un rato, por ejemplo. Iba con prisa,
el semáforo se puso en rojo y tuve que esperar. Me estaba dando el sol en la
frente y era agradable. Miré arriba y me di cuenta de que ya se habían abierto
las primeras flores de azahar”. En Bachillerato me obsesioné con una película. Las
horas. Con la retórica de su lenguaje cinematográfico, con sus tres
personajes, con la banda sonora líquida de Philip Glass y con la escritora que
ficcionaliza. En ella, Clarissa Vaughan rememora una mañana de su juventud en
la que, inocentemente, pensó: “así que este es el principio de la felicidad,
aquí es donde empieza”. Para descubrir, más tarde, que no. Que no era el
principio. Era la felicidad misma. Ese instante. Ese instante
preciso.
Mi profesor intentó persuadirme en
algún momento para que continuara mis estudios de ciencias. ¿Hubiera alcanzado
el éxito profesional? ¿Mayor solvencia económica? ¿Me hubiera apartado de las
angustias existenciales y del peso de tanta, tanta literatura, que parece que emergen
con un notable melodramatismo cuando no tiene uno que preocuparse en exceso por
llegar a fin de mes? Probablemente no.
Probablemente no hubiera sabido cómo enfrentarme a las horas. Llegué a pensar
que mi carácter había sido moldeado, en parte, por mis desafortunadas lecturas
ilimitadas. Camus, Plath, Eliot, Rhys… Estas lecturas me enseñaron a vivir. A
pervivir.
He experimentado fulgores de
felicidad. “Momentos del ser”, como los nombró Virginia Woolf. He conocido el
amor. El amor amable y el amor fatal. “Un amor que no nombran las novelas”,
revela Duras. Sé de unas manos buenas y bellas. Las manos de mis padres. Las de
mi hermano. He podido ver el mar en sus infinitas mutaciones cromáticas y
dinámicas, y, por un instante, todo ha perdido su peso. Mi ser se ha limitado a
ser. Ser tan solo. Quizá porque existe, porque todo esto existe, sea posible
amar también la vida. Mientras tanto, en los intersticios de tales destellos,
en el centro del vacío – que es otra fiesta – escribo. Mientras tanto, lo seguiré
haciendo. Pero espera. Fuera, el cielo azul. No hace demasiado frío. Espera,
creo, entonces, que me calzaré. Creo que saldré a pasear.
María Domínguez del Castillo
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