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sábado, 3 de octubre de 2015

Esta tarde y Carol.

Esta tarde creo que pude ver a Carol. Estaba sentada en la cama, las piernas cruzadas, casi desnuda, agarrándose los pies. Respiraba con la levedad, con el cuidado de quien respira y nota una aguja en el riñón. Carol tenía tanto que pensar. Tenía tanto que pensar, y en cambio. En cambio eludía su consciencia, allá entre las sábanas, entre las sábanas de las nimiedades, de la abstracción. Tenía tanto que pensar, y en cambio. En cambio abría la novela, miraba la hora, pasaba las hojas, la volvía a mirar. Y así las horas, así el reloj, así la tarde y el tiempo, y empezaba a hacer frío pero Carol no quería cerrar la puerta de la terraza porque le hacía bien el viento y el frío, y el olor a otoño y a madera quemada, porque escuchaba a Philip Glass, pero también las campanadas de la iglesia, las persianas que alguien sube, que alguien baja, la vecina que tiende la ropa, un niño que juega en la calle. 

Carol tenía tanto que pensar, en cambio. En cambio prefería no levantarse de la cama, dejar la puerta abierta porque el viento, dejar la puerta abierta porque el ruido y el olor a otoño y las campanadas. Siempre la ventana abierta, siempre el ruido de los coches, de las gentes, el murmullo de las luces, de las calles. Pero por la noche el silencio es insoportable, casi no se puede estar, casi no se puede estar y Carol tenía tanto que pensar pero eludía el silencio, eludía la introspección entre las hojas y el reloj, entre las sábanas en las que, casi desnuda, iba quedándose dormida, y entonces soñaba que la pintaban en un cuadro de Hopper, o de Paul Delvaux. 

Esta tarde creo que pude ver a Carol, pero Carol dice que cree que pudo verme a mí.




Edward Hopper - Morning Sun
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María Domínguez del Castillo


domingo, 20 de septiembre de 2015

Julio Cortázar descubre al prójimo

Casi lo puedo ver, con su altura desmesurada, sus ojos anormalmente separados - rasgo que, diría, heredaría de su abuelo materno-, sus manos de pianista que escogieron un piano más pequeño, más cuadrado, que se llamó Olivetti LETTERA, que con no pocas teclas, emitió tres notas tan solo - el timbre del margen, la tecla que baja, la cinta que corre.

Decía que casi lo puedo ver, solo, en su dormitorio, con poco más de nueve años, rozando con los dedos los pasillos que huelen a Verne, que duelen a Poe, refugiado en la soledad de una casa de fantasmas - fantasmas como bien pudo serlo su padre, que no todos los fantasmas han muerto alguna vez. Y entonces Banfield, y entonces la Escuela Normal, y entonces el maestro, solo, tan solo. Tal vez no sea 'solo' la palabra, sino solitario. Solitario, sí. Solitario hasta que llegó a París y descubrió al prójimo. Como yo, descubrí al prójimo en su ausencia, por su ausencia. Al prójimo lejano, al prójimo que está lejos, al que a veces cada uno de nosotros preferimos tenerlo detrás de la puerta de un cuarto, al que arrojamos palabras que son ficción, y quimeras y enfados, sin certeza ni verdad ni intención. La dificultad de la distancia siempre, la ayuda siempre asumida, inadvertida, que caminaba a nuestras espaldas. A veces halagábamos la soledad. Claro que un día tomamos el avión, tan sólo tú, la maleta, y adviertes, entonces adviertes que malentendiste, que no quisiste entender el significado de la soledad, y entonces te giras y compruebas que no está ya la sombra, la ayuda asumida, el receptor sin reproches de tus palabras, meramente las palabras de un sordomudo, y ya no es sólo la distancia el gran muro, el impedimento, sino que existe otro muro, un muro infranqueable, que es el tiempo. Porque ya solo resta dejar las horas pasar, pero el tiempo y el frío, y a veces se siente, en el metro, siempre en el metro, no se sabe bien por qué. Pero en alguna librería hay unos libros, un piano que suena virgen, que suena inocente, y lo escucho y entonces tal vez esas horas no sean tan infranqueables, sino simplemente horas, y hay que comprenderlo, y hay que dejarlas estar.

Llega a París y está solo, y París es tan distante, París es tan distinta a París estando solo, y es entonces cuando Julio descubre al prójimo - no recuerdo exactamente cuándo lo explicaba, dónde lo explicaba. Entonces cuando su literatura deja de ser Bestiario para ser en cambio "El perseguidor", y Charlie Parker, y Gregorovius, Rocamadour. Entonces que busca, que necesita de las personas, es así como descubre al prójimo - en la soledad -, el paradójico juego, la cómica antítesis. Aún recuerdo, ya hace años, cuando Melville me contaba que "no hay cualidad en este mundo que no lo sea meramente por contraste": 

Es así, ya lo dije, es así como descubre al prójimo. En la soledad, pero en la soledad de veras. La que te cala los huesos, la que te empapa hasta el alma, y entonces hay necesidad de agarrar los dos extremos, de retorcer, de exprimir, de dejar caer el agua, porque esa es la soledad, y ahora se siente más, ahora que se está calado y empieza a hacer frío y sopla el viento.


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María Domínguez del Castillo


sábado, 25 de abril de 2015

Why does someone have to die? - Fotografía 2

En un diálogo de Las horas, Leonard pregunta: Why does someone have to die? (...) In your book, you said someone had to die. Virginia Woolf responde: Someone has to die in order that the rest of us should value life more.

En mi memoria corta - no por mala memoria sino por vida novata - habían muerto hacía poco Virginia Woolf, Sylvia Plath, Aurora Bernárdez (aunque por razones bien distintas a las de las dos primeras, que no murieron sino que se mataron, y se mataron porque podían, porque ya lo habían hecho antes en sus libros. En La señora Dalloway y en su poesía: "Dying/ is an art, like everything else./ I do it exceptionally well." S. Plath.)

Matar a Carol. Matar a Carol hubiera sido injusto. Hubiera supuesto casi otra derrota. ¿Pero quién más apropiado que ella para guardar la verosimilitud de la trama, para la historia intacta y el lector satisfecho de su predicción, e intuición literaria y Oráculo de Delfos? Tradicionalmente se ha dicho - y así lo dicta el oficio, el proceso de elaboración - que el escritor va unos pasos por delante del lector, guarda distancias. Pero yo no quisiera tachar al lector de inocente ni promover la vanagloria del escritor cuando la mitad, no menos, del volumen de la tinta que derrama es fruto de la liquidez misma de la tinta, del azar y el tiempo. Esto no excluye la meticulosa labor artesanal, no implica que el escritor no vaya unos pasos por delante del lector, ni que al lector se le tache de idiota, de animalillo engañado. Esto solo implica que a veces ambos caminan juntos, y tropiezan en la misma calle, les cala la misma lluvia, se sorprenden con la muerte de otro alguien que no es Carol.

Entonces tuve que matar a ese otro alguien. Entonces adiós oráculo, adiós a los pasos por delante. No se trata del lector cómplice de Cortázar, sino del escritor víctima. No maté a Carol, maté a otro alguien. No cabe hablar de inocencia ni de culpabilidad. Y, ¿qué más da contarlo? Seguramente en ese lado, en ese otro lado, el que lee esto no lea en vida a Carol, ni sus nimiedades, ni a ese otro alguien que ha de morir. Pero en este otro lado... En este otro lado...

 "This side of the truth
 you may not see, my son,
king of your blue eyes
in the blinding country of youth,
that all is undone,
under the unminding skies,
of innocence and guilt
before you move to make
one gesture of the heart of head,
is gathered and spilt
into the winding dark
 like the dust of the dead."
(...) Dylan Thomas




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Creado a partir de la obra en demelvilleadickens.blogspot.com

lunes, 20 de octubre de 2014

Efímeros azares

Efímeros azares, efímeras suertes de felicidad.

Qué bien poder hablar con alguien sobre perderse o estar perdido, sobre las lenguas y las ciudades, sobre la música y los museos, hablar del café y de los cafés, del jazz y de Charlie Parker, del retrato tan perfecto de un Budha oriental dibujado por un Hesse alemán, europeo, occidental.
Qué bien poder hablar con alguien que no le saca a uno al menos treinta años, con alguien de la misma condición, con los mismos problemas, que no, por una vez, no con otros más adultos que se tendrán, que tendré, y que ya alcanzo a percibir bajo el polvo y el tiempo.

Decir viajé a tal ciudad, y no tener que responder a un ¿y cuánto costó, cuántos días, qué compraste, para qué? (esas preguntas que tanto repudiaba el amigo del Principito, el piloto de avión), y sí hacerlo a un ¿te gustó la ciudad, cómo eran las calles, las casas, los colores?

Qué bien poder hablar con alguien, con ese primer alguien que alaba cierta compañía de vuelo por sus vuelos, por su democratización, en contraposición con esa inmensa mayoría, esa inmensa masa compacta y densa y pastosa que tanto la critica por la dificultad de los trámites, por las exigencias totalitarias,  por la poca exquisitez… Pues, ¿qué otra exquisitez que viajar por el precio de un pulóver y dejarse tragar, consumir lentamente en corrientes del Sena y en ese fuego sordo de la rue de la Huchette, que hallarse así con poco más que una bolsa, algún libro, algo de tinta, en un pueblecito belga, qué más da el lugar, qué mayor exquisitez que abandonarse en un hostal, el más pequeño, el más pobre, que despegar un viernes y aterrizar (¡aterrizar!) un domingo para volver a entrar en ese eterno retorno de las alarmas y la tostada quemada, de la ducha fría a las siete y el almuerzo a la una y cinco, del café que se enfría y de los paraguas rotos, todo en papel milimetrado, todo, todo, todo, uno, dos, tres…

Pero qué efímeros estos alguien, estas personas, anónimos, estos pequeños espejos imperfectos a los que nos miramos un día; qué fugaces y casuales, y papel que vuela, y hoja que cae, siempre en ese azar de idas y vueltas, ora me quedo y te conozco, ora me marcho y te comienzo a desconocer, pero antes, hubo un antes, antes, antes, ¿entiendes?

Y entonces quedan los antes, las tardes de dos guitarras, los domingos en tiendas de segunda mano en una ciudad de mar inglés, las horas de cafés y libros y paseos por los cementerios, un pueblo perdido vestido de verde y lluvia, los mediodías de Herman Hesse, la luz de las vidrieras, los cantos de una iglesia anglicana con libros de canciones y ladrillos rojos, la palabra, el antes, el swing…

Efímeros azares, efímeras suertes de felicidad.

martes, 4 de febrero de 2014

Sobre el escritor

El escritor se siente incapaz de conservar lo indigerible en el estómago, el gas hecho plomo en los pulmones, el dolor en la piel y en los huesos, la incapacidad en los labios cerrados. El escritor se siente aterrado a veces, quiere gritar, quiere transcribir las dolencias de su cuerpo en las hojas de papel, y llega un momento en que la tinta que derrama es su sangre derramada. El escritor es, podríamos decir, alguien desequilibrado. Basta con pensar en Virginia Wolf, en Ernest Hemingway (¿Por quién? Por él doblan las campanas...), Ganivet (quiso el río llevarlo, antes que el viento o el tiempo) y Mariano José de Larra, Stefan Zweig y su mujer, Horacio Quiroja...

El escritor está desesperado. La tinta negra del café entra y transpira, calando los folios y las notas. Se sienta en el escritorio, escribe en el suelo, tumbado, frente a la máquina, con un lápiz, una pluma, en medio de la calle de pie, en su libreta, sentado en el banco de un parque, en el baño, en la cocina, en la terraza de un cuarto piso, perdido, en la habitación de un hotel... El escritor necesita viajar. Los viajes son el sedante, la anestesia de su enfermedad, a veces al contrario, el estimulante, el choque frontal, la caída... El viaje le da unas horas en la mesita del tren, en el asiento del avión, mirando por la venta el poema más completo e inalcanzable, su propio poema; el viaje le hace olvidar su ineptitud y su duda, y tras vivir otro mundo, otros versos, otras líneas, su dolor es mayor, mayor su incapacidad, al regresar a su (¿hogar?) pedazo de tierra donde le tocó (¿vivir?) nacer, la ausencia de lo demás es mayor, el poema inalcanzable, más lejano, quimérico. 

El escritor viaja buscando ese poema que vio desde la ventana del avión, poema flotante y vertiginoso. Su poema. El modo de conseguir deshacerse del pensamiento, de la consciencia de lo que para él es la injusticia, la desgracia, la tristeza, algo que le acompaña, la sombra omnipresente, de día, de noche también, sombra más oscura. Escribe, a veces, consigue verter alguna que otra palabra acertada, la acertada para algunos, que se sacian al pasar las páginas, que al menos no se sienten solos en su incapacidad, la incapacidad de los lectores, lectores que buscan en los libros lo que el escritor busca en su tinta. Por eso sigue escribiendo. Escribe, y escribe, y cada vez que escribe, es más consciente de su impotencia, y sigue escribiendo, en un mar desordenado de palabras y nubes y poemas y espejismos. Porque las lágrimas no calan ni manchan como la tinta, la voz no resuena en el tiempo, como las hojas, los ecos se funden, la voz se apaga, su último recurso es el puñal afilado que escupe tinta, el puñal que firma la sentencia de su propia muerte.

Y como ahora ocurre, de nuevo, inútil, de nuevo, incapaz. El escritor vuelve a escribir.

María Domínguez del Castillo




miércoles, 11 de diciembre de 2013

El extranjero - Albert Camus

Lo cierto es que yo conocía a Sartre como figura literaria, por Huis Clos en especial, y no a Camus. A este únicamente lo conocía como figura filosófica. Filosofía del siglo XX, el existencialismo de Camus y Sartre, el ser humano está condenado a ser libre, L'homme est condamé à être libre. 


Pero, ¿y su literatura? Reconozco que las traducciones me ponen los pelos de punta, y no en el sentido positivo o halagador de la expresión. Me dan miedo. Temo no llegar a conocer al autor, no entender lo que él o ella nos cuenta, no estar leyendo realmente el libro, porque el cuerpo y la forma constituyen una armonía, un conjunto, una esfera perfecta, como decía Cortázar, si bien es cierto que algunas traducciones como la de Moby Dick, de Maylee Yábar-Dávila y José Luis García, son auténticas maravillas.

                                       


Quise entonces, hace unos días, probar con El extranjero en su versión original (L'Étranger), para conocer a Albert, para presentarme, conversar con él... Y funcionó. Un francés hermoso y fácil de leer, con algunos pasajes verdaderamente magistrales, de tal profundidad psicológica, expresados sin embargo de forma simple y conexa, como solo un genio puede hacer.


Siendo una de sus obras literarias más reconocidas, es fácil encontrar, ni si quiera se oculta, la filosofía de Camus desde la curiosa perspectiva del protagonista, el señor Meursault. Su indiferencia y escepticismo, una existencia absurda y monótona, una muerte aburrida e inevitable. Una vida que trascurre sin aflicción, sin miedo ni preocupación; también sin ilusión, sin objetivo alguno.


Un personaje caracterizado por la ausencia de valores y la carencia de sentimientos, como se hace notar ya en la primera línea de la obra:

"Aujourd'hui, maman est morte. Ou peut-être hier, je ne sais pas."


Pero, ¿cómo interpretar esta obra? ¿Una mera historia carente de cualquier tipo de sensibilidad? ¿Una obra de arte literaria? ¿La aceptación del personaje como portavoz de la ideología o el pensamiento del autor? ¿O como una demanda social? Sí, tal vez sea eso. El reflejo de una sociedad insensibilizada, una sociedad fusilada por dos guerras.
                                                          

María Domínguez del Castillo