Mostrando entradas con la etiqueta París. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta París. Mostrar todas las entradas

martes, 22 de marzo de 2016

Telediario matinal y otras rutinas

No somos conscientes de la volatilidad de la sangre. La auto-descontextualización es un seguro de vida, un principio biológico, un instinto de supervivencia. Y sólo nos duele en el pecho, en el alma, en una pestaña, en las plantas de los pies, y sólo nos pesa en la tinta, en el papel emborronado, cuando el temblor de las bombas retumba entre nuestros nervios y hace vibrar los alambres claros de nuestras fronteras. 

París fue más cercana - por razones históricas, por motivos simbólicos y tradición ideológica y valores consagrados de la ciudad-. Más cercana, también, tal vez por otras asociaciones - sentimentales o propias del recuerdo o del olvido (siempre el tiempo y la esfera del reloj)-, por los testimonios de algún conocido, algún viejo amigo de allí, los veranos sobre el césped de un jardín, entre las calles de piedra y los tejados azules, los cafés, los toldos rojos, el órgano de Saint-Merri, la sombra de las vidrieras, el impresionismo etéreo de Pissarro o de Renoir, las hojas que se amontonan en las aceras - el polvo que se acumula bajo los ojos-.

Por todo esto y también por un septiembre incierto, por una gymkana de tickets de metro y billetes de avión. Por todo esto y también por el azar de haber vuelto, del retorno fortuito. El azar, que es nuestra sombra.

Y de nuevo, ahora la rueda. La rueda eterna y Bruselas, y este humo y esta ausencia que nos irrita la garganta, la ceniza que nos tiñe la piel del color definitivo, del gris de la tierra infértil, de la tierra última. Ah, y entornamos los ojos - acá, desde el sofá, desde una mesa de estudio, en la silla de un café - hacia el periódico, hacia la pantalla que se desliza y va lanzando sus gritos blancos contra el oído - y porque todo es tan rápido y es terrible y no entendemos, no logramos entender-. Primero dos bombas, y luego. Y luego, y otra. Luego. Y luego y después. Es el ritmo sincopado de los medios informáticos que pretenden alcanzar la sincronía imposible. Nuestras condolencias. Y el más sentido pésame. Y el Gobierno. Y el decoro. Y el Ministerio de Asuntos Exteriores. 

Y es cierto, y es cierto que entonces retorna una pesadumbre lejana. Acá, como en el pecho. Como en el pecho, entiendes. Mientras, mordisqueamos una tostada ya fría, y opinamos, y percibimos en la distancia entre aquel país y nuestro suelo un espacio inabarcable, un silencio incorruptible, una muralla, un vacío. Una lejanía teñida como de sueño o de ficción. Y todo se antoja extraño tras la frontera del televisor, de este periódico hastiado. 

Ah, pero no entendemos que su cuerpo es nuestro cuerpo, que la carne que prende es esta carne nuestra, la misma carne que ahora bebe un sol de primavera, algún chubasco perdido, en una ciudad del sur, la misma que siente la nieve bajo el cielo blanco de una ciudad de Norteamérica, en un pueblo en las montañas. Ah, pero no entendemos, no podemos entender la cercanía de los cuerpos, la contigüidad de los huesos, de las venas, la volatilidad de la sangre.

Alguien apaga el televisor, se calza las botas, sale a pasear. Es la seguridad absurda, la seguridad de arena de esta rutina protectora, de la monotonía de los días y de las noches a la que nos aferramos como al oxígeno. Pero nuestras prendas también se desprenden a jirones, pero nuestras ropas también huelen a quemado, nuestro pelo, nuestras uñas, nuestra piel negra, y no nos damos cuenta.

En alguna frontera un padre maldice mil años, una madre derrama sus pechos secos, un niño que ya no es niño - acaso lo dicen sus ojos - decide no llorar, porque el pan se torna más incierto y transparente cada día, el aire más sólido, el éxodo una tierra de escombro y de sal. 


María Domínguez del Castillo - 22 de marzo de 2016





domingo, 20 de septiembre de 2015

Julio Cortázar descubre al prójimo

Casi lo puedo ver, con su altura desmesurada, sus ojos anormalmente separados - rasgo que, diría, heredaría de su abuelo materno-, sus manos de pianista que escogieron un piano más pequeño, más cuadrado, que se llamó Olivetti LETTERA, que con no pocas teclas, emitió tres notas tan solo - el timbre del margen, la tecla que baja, la cinta que corre.

Decía que casi lo puedo ver, solo, en su dormitorio, con poco más de nueve años, rozando con los dedos los pasillos que huelen a Verne, que duelen a Poe, refugiado en la soledad de una casa de fantasmas - fantasmas como bien pudo serlo su padre, que no todos los fantasmas han muerto alguna vez. Y entonces Banfield, y entonces la Escuela Normal, y entonces el maestro, solo, tan solo. Tal vez no sea 'solo' la palabra, sino solitario. Solitario, sí. Solitario hasta que llegó a París y descubrió al prójimo. Como yo, descubrí al prójimo en su ausencia, por su ausencia. Al prójimo lejano, al prójimo que está lejos, al que a veces cada uno de nosotros preferimos tenerlo detrás de la puerta de un cuarto, al que arrojamos palabras que son ficción, y quimeras y enfados, sin certeza ni verdad ni intención. La dificultad de la distancia siempre, la ayuda siempre asumida, inadvertida, que caminaba a nuestras espaldas. A veces halagábamos la soledad. Claro que un día tomamos el avión, tan sólo tú, la maleta, y adviertes, entonces adviertes que malentendiste, que no quisiste entender el significado de la soledad, y entonces te giras y compruebas que no está ya la sombra, la ayuda asumida, el receptor sin reproches de tus palabras, meramente las palabras de un sordomudo, y ya no es sólo la distancia el gran muro, el impedimento, sino que existe otro muro, un muro infranqueable, que es el tiempo. Porque ya solo resta dejar las horas pasar, pero el tiempo y el frío, y a veces se siente, en el metro, siempre en el metro, no se sabe bien por qué. Pero en alguna librería hay unos libros, un piano que suena virgen, que suena inocente, y lo escucho y entonces tal vez esas horas no sean tan infranqueables, sino simplemente horas, y hay que comprenderlo, y hay que dejarlas estar.

Llega a París y está solo, y París es tan distante, París es tan distinta a París estando solo, y es entonces cuando Julio descubre al prójimo - no recuerdo exactamente cuándo lo explicaba, dónde lo explicaba. Entonces cuando su literatura deja de ser Bestiario para ser en cambio "El perseguidor", y Charlie Parker, y Gregorovius, Rocamadour. Entonces que busca, que necesita de las personas, es así como descubre al prójimo - en la soledad -, el paradójico juego, la cómica antítesis. Aún recuerdo, ya hace años, cuando Melville me contaba que "no hay cualidad en este mundo que no lo sea meramente por contraste": 

Es así, ya lo dije, es así como descubre al prójimo. En la soledad, pero en la soledad de veras. La que te cala los huesos, la que te empapa hasta el alma, y entonces hay necesidad de agarrar los dos extremos, de retorcer, de exprimir, de dejar caer el agua, porque esa es la soledad, y ahora se siente más, ahora que se está calado y empieza a hacer frío y sopla el viento.


Licencia de Creative Commons

María Domínguez del Castillo


lunes, 20 de octubre de 2014

Efímeros azares

Efímeros azares, efímeras suertes de felicidad.

Qué bien poder hablar con alguien sobre perderse o estar perdido, sobre las lenguas y las ciudades, sobre la música y los museos, hablar del café y de los cafés, del jazz y de Charlie Parker, del retrato tan perfecto de un Budha oriental dibujado por un Hesse alemán, europeo, occidental.
Qué bien poder hablar con alguien que no le saca a uno al menos treinta años, con alguien de la misma condición, con los mismos problemas, que no, por una vez, no con otros más adultos que se tendrán, que tendré, y que ya alcanzo a percibir bajo el polvo y el tiempo.

Decir viajé a tal ciudad, y no tener que responder a un ¿y cuánto costó, cuántos días, qué compraste, para qué? (esas preguntas que tanto repudiaba el amigo del Principito, el piloto de avión), y sí hacerlo a un ¿te gustó la ciudad, cómo eran las calles, las casas, los colores?

Qué bien poder hablar con alguien, con ese primer alguien que alaba cierta compañía de vuelo por sus vuelos, por su democratización, en contraposición con esa inmensa mayoría, esa inmensa masa compacta y densa y pastosa que tanto la critica por la dificultad de los trámites, por las exigencias totalitarias,  por la poca exquisitez… Pues, ¿qué otra exquisitez que viajar por el precio de un pulóver y dejarse tragar, consumir lentamente en corrientes del Sena y en ese fuego sordo de la rue de la Huchette, que hallarse así con poco más que una bolsa, algún libro, algo de tinta, en un pueblecito belga, qué más da el lugar, qué mayor exquisitez que abandonarse en un hostal, el más pequeño, el más pobre, que despegar un viernes y aterrizar (¡aterrizar!) un domingo para volver a entrar en ese eterno retorno de las alarmas y la tostada quemada, de la ducha fría a las siete y el almuerzo a la una y cinco, del café que se enfría y de los paraguas rotos, todo en papel milimetrado, todo, todo, todo, uno, dos, tres…

Pero qué efímeros estos alguien, estas personas, anónimos, estos pequeños espejos imperfectos a los que nos miramos un día; qué fugaces y casuales, y papel que vuela, y hoja que cae, siempre en ese azar de idas y vueltas, ora me quedo y te conozco, ora me marcho y te comienzo a desconocer, pero antes, hubo un antes, antes, antes, ¿entiendes?

Y entonces quedan los antes, las tardes de dos guitarras, los domingos en tiendas de segunda mano en una ciudad de mar inglés, las horas de cafés y libros y paseos por los cementerios, un pueblo perdido vestido de verde y lluvia, los mediodías de Herman Hesse, la luz de las vidrieras, los cantos de una iglesia anglicana con libros de canciones y ladrillos rojos, la palabra, el antes, el swing…

Efímeros azares, efímeras suertes de felicidad.

martes, 26 de agosto de 2014

Un tal Julio en Montparnasse

Hoy se celebra el 100º aniversario del nacimiento de Julio Cortázar y pienso que sí, que quizá debí nacer algunos años antes, antes de que amenazara la lágrima fácil al mirar atrás, antes de que el libro electrónico amenazara al libro de papel, a las anotaciones a lápiz, las referencias a pie de página, los fragmentos subrayados, las lecturas al sol sin dolor de cabeza. Y así se cumple lo que dijo este cronopio una vez en las hojas de Rayuela: "En realidad después de los cuarenta años la verdadera cara la tenemos en la nuca, mirando desesperadamente para atrás". Y yo sólo puedo contradecir lo de los cuarenta años.

La guerra comenzaba, los alemanes violaban la neutralidad de Bélgica cuando Julio nacía, la bélica circunstancia que dio a luz a uno de los mayores pacifistas, argentino, bonaerense, latinoamericano por encima de todo, parisino, libertador de la identidad cultural de una Latinoamérica que únicamente tenía ojos para las palabras más allá del charco. 

Qué insensato por mi parte, sin haberlo visto en vida, y qué sensato a la vez, decir que probablemente Julio es para mí de las personas más importantes, más influyentes, por mí más amadas, a las que más tengo que agradecer. Presentándome a Charlie Parker, al swing, y  al solo de jazz, a las noches de Paul Delvaux, al sueño y a la vigilia, al Pont-Neuf y al azar, a las dudas tormentosas de Horacio y a sus finales inconclusos, a la búsqueda del centro, del cielo de la rayuela, a las palabras de un tal Lucas y a las noches sin dormir, noches de insomnio literario, de cama deshecha, de tintero derramado en la colcha, de pluma y de máquina de escribir. Siempre Julio el origen de charlas que desembocan en enredaderas e interminables divagaciones con las personas que aprecio, y que me enseñan tanto, que desembocan en finales impredecibles, recorriendo la autopista de Marsella, o la autopista del sur; tardes en el café, medias horas en un despacho que son bocanadas de aire en una ciudad de ruido y de humo y asfalto. De monólogos internos apoyada sobre su tumba en el cementerio de Montparnasse, monólogos que nadie oye, o quizá él... 

Él quien evoca esa especie de ternura que desprende la Maga, o Carol Dunlop, o Aurora. Él quien torna lo ordinario en pura magia y azar, lo cotidiano del revés, el habla en el 'hablar de lo que no se habla', quien logra escribir todo aquello que en ocasiones llegábamos a sospechar pero que no sabíamos, todo aquello que quedaba bajo la sombra de la inconsciencia. Él quien me incita a pasear por pasear o por buscarme, el que me hace a veces mirar una piedra o una lata de refresco sobre la acera, caminar no sé hacia dónde, preguntarme lo innombrable o cuestionarme lo evidente, y queda tanto, tanto por leer.

Y cuando parece que sí, que es así, que no es más, no más que una piedra de mármol, una lápida, unas flores secas, unos restos en el cenicero, un punto y final, nace esa satisfacción, la felicidad de las pequeñas cosas, la garantía de poder leer de nuevo, y tantas veces como quiera, leer tantas veces nomás, sus libros, las notas a lápiz, su tinta, la tinta de un viejo cronopio de piernas largas y ojos grandes, ojos anormalmente grandes, que miran y miran y miran, que no dejan de mirar. 

María Domínguez del Castillo - 26/8/2014


domingo, 30 de marzo de 2014

El ojo de Sartre

No se quedó así por echarle un ojo a Simone de Beauvoir, no.

El existencialismo que divisó Sartre lo fue encontrando poco a poco, sentado en el Cafe de Flore o paseando por le Quartier Latin mientras, de lejos, seguía con la mirada la corriente del Sena.

Parece que ese existencialismo debió buscarlo en algún lugar que no muchos vieron (creo que J.L. Borges sí lo vio, ese mismo, sí), en el interior de un hombre libre y condenado a vivir, debió buscarlo en algún punto de fuga.

Quiso tornar la mirada hacia aquella consciencia (o inconsciencia) reflexiva. Cayó primero en La Náusea, después posó su ojo en el aleteo de Las moscas, se encerró en Huis Clos (Puerta cerrada), puerta cerrada: miró dentro, y en las imágenes tras de la ventana se fundió en el existencialismo más profundo, el más irracional, pero el más razonable, en El Ser y la nada.

Y aunque a veces semejante a la indiferencia de Camus, no acabó llevándose demasiado bien con este último.

Y Borges, y Sartre, los dos quedaron mirando aquellos senderos que se bifurcan:

María Domínguez del Castillo