Efímeros
azares, efímeras suertes de felicidad.
Qué
bien poder hablar con alguien sobre perderse o estar perdido, sobre las lenguas
y las ciudades, sobre la música y los museos, hablar del café y de los cafés,
del jazz y de Charlie Parker, del retrato tan perfecto de un Budha oriental
dibujado por un Hesse alemán, europeo, occidental.
Qué
bien poder hablar con alguien que no le saca a uno al menos treinta años, con
alguien de la misma condición, con los mismos problemas, que no, por una vez,
no con otros más adultos que se tendrán, que tendré, y que ya alcanzo a
percibir bajo el polvo y el tiempo.
Decir
viajé a tal ciudad, y no tener que
responder a un ¿y cuánto costó, cuántos
días, qué compraste, para qué? (esas preguntas que tanto repudiaba el amigo
del Principito, el piloto de avión), y sí hacerlo a un ¿te gustó la ciudad, cómo eran las calles, las casas, los colores?
Qué
bien poder hablar con alguien, con ese primer alguien que alaba cierta compañía
de vuelo por sus vuelos, por su democratización, en contraposición con esa
inmensa mayoría, esa inmensa masa compacta y densa y pastosa que tanto la
critica por la dificultad de los trámites, por las exigencias
totalitarias, por la poca exquisitez…
Pues, ¿qué otra exquisitez que viajar por el precio de un pulóver y dejarse
tragar, consumir lentamente en corrientes del Sena y en ese fuego sordo de la rue de la Huchette, que
hallarse así con poco más que una bolsa, algún libro, algo de tinta, en un
pueblecito belga, qué más da el lugar, qué mayor exquisitez que abandonarse en
un hostal, el más pequeño, el más pobre, que despegar un viernes y aterrizar
(¡aterrizar!) un domingo para volver a entrar en ese eterno retorno de las alarmas
y la tostada quemada, de la ducha fría a las siete y el almuerzo a la una y
cinco, del café que se enfría y de los paraguas rotos, todo en papel milimetrado, todo, todo, todo, uno, dos, tres…
Pero
qué efímeros estos alguien, estas personas, anónimos, estos pequeños espejos
imperfectos a los que nos miramos un día; qué fugaces y casuales, y papel que
vuela, y hoja que cae, siempre en ese azar de idas y vueltas, ora me quedo y te
conozco, ora me marcho y te comienzo a desconocer, pero antes, hubo un antes,
antes, antes, ¿entiendes?
Y
entonces quedan los antes, las tardes de dos guitarras, los domingos en tiendas
de segunda mano en una ciudad de mar inglés, las horas de cafés y libros y
paseos por los cementerios, un pueblo perdido vestido de verde y lluvia, los
mediodías de Herman Hesse, la luz de las vidrieras, los cantos de una iglesia
anglicana con libros de canciones y ladrillos rojos, la palabra, el antes, el
swing…
Efímeros
azares, efímeras suertes de felicidad.
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