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lunes, 20 de octubre de 2014

Efímeros azares

Efímeros azares, efímeras suertes de felicidad.

Qué bien poder hablar con alguien sobre perderse o estar perdido, sobre las lenguas y las ciudades, sobre la música y los museos, hablar del café y de los cafés, del jazz y de Charlie Parker, del retrato tan perfecto de un Budha oriental dibujado por un Hesse alemán, europeo, occidental.
Qué bien poder hablar con alguien que no le saca a uno al menos treinta años, con alguien de la misma condición, con los mismos problemas, que no, por una vez, no con otros más adultos que se tendrán, que tendré, y que ya alcanzo a percibir bajo el polvo y el tiempo.

Decir viajé a tal ciudad, y no tener que responder a un ¿y cuánto costó, cuántos días, qué compraste, para qué? (esas preguntas que tanto repudiaba el amigo del Principito, el piloto de avión), y sí hacerlo a un ¿te gustó la ciudad, cómo eran las calles, las casas, los colores?

Qué bien poder hablar con alguien, con ese primer alguien que alaba cierta compañía de vuelo por sus vuelos, por su democratización, en contraposición con esa inmensa mayoría, esa inmensa masa compacta y densa y pastosa que tanto la critica por la dificultad de los trámites, por las exigencias totalitarias,  por la poca exquisitez… Pues, ¿qué otra exquisitez que viajar por el precio de un pulóver y dejarse tragar, consumir lentamente en corrientes del Sena y en ese fuego sordo de la rue de la Huchette, que hallarse así con poco más que una bolsa, algún libro, algo de tinta, en un pueblecito belga, qué más da el lugar, qué mayor exquisitez que abandonarse en un hostal, el más pequeño, el más pobre, que despegar un viernes y aterrizar (¡aterrizar!) un domingo para volver a entrar en ese eterno retorno de las alarmas y la tostada quemada, de la ducha fría a las siete y el almuerzo a la una y cinco, del café que se enfría y de los paraguas rotos, todo en papel milimetrado, todo, todo, todo, uno, dos, tres…

Pero qué efímeros estos alguien, estas personas, anónimos, estos pequeños espejos imperfectos a los que nos miramos un día; qué fugaces y casuales, y papel que vuela, y hoja que cae, siempre en ese azar de idas y vueltas, ora me quedo y te conozco, ora me marcho y te comienzo a desconocer, pero antes, hubo un antes, antes, antes, ¿entiendes?

Y entonces quedan los antes, las tardes de dos guitarras, los domingos en tiendas de segunda mano en una ciudad de mar inglés, las horas de cafés y libros y paseos por los cementerios, un pueblo perdido vestido de verde y lluvia, los mediodías de Herman Hesse, la luz de las vidrieras, los cantos de una iglesia anglicana con libros de canciones y ladrillos rojos, la palabra, el antes, el swing…

Efímeros azares, efímeras suertes de felicidad.

martes, 26 de agosto de 2014

Un tal Julio en Montparnasse

Hoy se celebra el 100º aniversario del nacimiento de Julio Cortázar y pienso que sí, que quizá debí nacer algunos años antes, antes de que amenazara la lágrima fácil al mirar atrás, antes de que el libro electrónico amenazara al libro de papel, a las anotaciones a lápiz, las referencias a pie de página, los fragmentos subrayados, las lecturas al sol sin dolor de cabeza. Y así se cumple lo que dijo este cronopio una vez en las hojas de Rayuela: "En realidad después de los cuarenta años la verdadera cara la tenemos en la nuca, mirando desesperadamente para atrás". Y yo sólo puedo contradecir lo de los cuarenta años.

La guerra comenzaba, los alemanes violaban la neutralidad de Bélgica cuando Julio nacía, la bélica circunstancia que dio a luz a uno de los mayores pacifistas, argentino, bonaerense, latinoamericano por encima de todo, parisino, libertador de la identidad cultural de una Latinoamérica que únicamente tenía ojos para las palabras más allá del charco. 

Qué insensato por mi parte, sin haberlo visto en vida, y qué sensato a la vez, decir que probablemente Julio es para mí de las personas más importantes, más influyentes, por mí más amadas, a las que más tengo que agradecer. Presentándome a Charlie Parker, al swing, y  al solo de jazz, a las noches de Paul Delvaux, al sueño y a la vigilia, al Pont-Neuf y al azar, a las dudas tormentosas de Horacio y a sus finales inconclusos, a la búsqueda del centro, del cielo de la rayuela, a las palabras de un tal Lucas y a las noches sin dormir, noches de insomnio literario, de cama deshecha, de tintero derramado en la colcha, de pluma y de máquina de escribir. Siempre Julio el origen de charlas que desembocan en enredaderas e interminables divagaciones con las personas que aprecio, y que me enseñan tanto, que desembocan en finales impredecibles, recorriendo la autopista de Marsella, o la autopista del sur; tardes en el café, medias horas en un despacho que son bocanadas de aire en una ciudad de ruido y de humo y asfalto. De monólogos internos apoyada sobre su tumba en el cementerio de Montparnasse, monólogos que nadie oye, o quizá él... 

Él quien evoca esa especie de ternura que desprende la Maga, o Carol Dunlop, o Aurora. Él quien torna lo ordinario en pura magia y azar, lo cotidiano del revés, el habla en el 'hablar de lo que no se habla', quien logra escribir todo aquello que en ocasiones llegábamos a sospechar pero que no sabíamos, todo aquello que quedaba bajo la sombra de la inconsciencia. Él quien me incita a pasear por pasear o por buscarme, el que me hace a veces mirar una piedra o una lata de refresco sobre la acera, caminar no sé hacia dónde, preguntarme lo innombrable o cuestionarme lo evidente, y queda tanto, tanto por leer.

Y cuando parece que sí, que es así, que no es más, no más que una piedra de mármol, una lápida, unas flores secas, unos restos en el cenicero, un punto y final, nace esa satisfacción, la felicidad de las pequeñas cosas, la garantía de poder leer de nuevo, y tantas veces como quiera, leer tantas veces nomás, sus libros, las notas a lápiz, su tinta, la tinta de un viejo cronopio de piernas largas y ojos grandes, ojos anormalmente grandes, que miran y miran y miran, que no dejan de mirar. 

María Domínguez del Castillo - 26/8/2014